Llega el Sábado Santo a Sevilla con su paso contenido, con su voz tenue, casi imperceptible, como un suspiro que flota sobre los tejados de la ciudad. Es un día distinto, de frontera entre la muerte y la esperanza, entre el dolor consumado del Viernes y el anuncio glorioso del Domingo. En Sevilla, el Sábado Santo no es olvido ni pausa: es reposo sagrado, es esa hora serena y callada en la que todo parece suspenderse. El Señor ha sido depositado en el sepulcro, y el mundo —y con él la ciudad— guarda silencio. Ya no hay bullicio ni fervor desbordado; solo queda la fe que espera, la devoción que aguarda. El aire ya no huele a fiesta, sino a recogimiento. La cera, más lenta, casi se detiene al caer; las cornetas se tornan susurro; los pasos caminan sin prisa, con el peso solemne del luto verdadero. Sevilla, que ha llorado al Cristo muerto, ahora vela su cuerpo con la dignidad de lo eterno, entre sombras dulces y una luz que empieza a anunciar la promesa. Las hermandades del Sábado Santo —discretas, elegantes, de honda espiritualidad— recorren las calles en un ambiente distinto, sin estridencias, con esa belleza austera que toca el alma sin levantar la voz. Es un día de fe madura, de emoción contenida, de suspiros silenciosos. Porque el Sábado Santo es, en Sevilla, la hora del corazón que espera sin ver, del alma que guarda silencio porque sabe que la Resurrección se acerca. Y así, en esta jornada delicada y silenciosa, la ciudad se despide sin decir adiós, con la esperanza encendida en los cirios que aún alumbran la noche. Sevilla guarda luto… pero no desespera. Y en ese equilibrio entre la pena y la esperanza, entre la sombra y la luz, el Sábado Santo deja su huella más íntima, más callada y más honda. Porque a veces, el amor más fiel es aquel que espera en silencio.